00:01 am.

Hace un par de horas me llamaron para avisarme que está listo el resultado de mi tesis. Dentro de otro par de horas tengo que ir a notificarme. Hace unos minutos bajé a hacerme un té de tilo y me senté a escribir.

Hoy escribir me angustia un poco, no lo voy a negar. Casi me decido por acostarme a leer, porque resulta que lo último que me propuse construir fue mi trabajo integrador final, el broche de oro de todo un recorrido muy propio del que todavía no se el resultado. Entonces me da miedo volver a escribir, cualquier cosa... tal vez sea por eso. La respuesta a mi temor me está esperando dentro de algún cajón extraño de un cuarto oscuro. Y a mi nunca me gustó mucho la oscuridad.

Mientras que esperaba que se caliente el agua para el té, me tiré en el sillón del comedor de casa y comencé a mirar al rededor. Siempre hay cosas al rededor, que por viejas y cotidianas ya no atendemos. Fue así que vi el cofre chiquito, de color ocre, que tiene un estilo raro. No se explicarlo. Se parece a los que usan en las películas infantiles las princesas para guardar pociones mágicas que convierten un sapo en príncipe, así sin más. Bueno, nunca es tan fácil. En realidad toda la película se puede basar en la búsqueda de esa poción, que termina por ser lo más importante. Y al final siempre se la obtiene. 

El cofre del que hablo está un poco deteriorado por el tiempo. Resulta que en casa muchas cosas cambiaron. Los cuadros nuevos reemplazaron a los viejos, el color de las paredes no fue siempre el mismo, las sillones se tapizaron continuamente y lo que estaba dañado dejó de ser visible. Lo particular y lo lindo del cofrecito en cuestión es que sigue estando y expone lo que el tiempo le dejó: unas pequeñas grietas, que si se miran de cerca se pueden distinguir. Pero nosotros hace mucho dejamos de mirar realmente, y desde entonces ya no vemos nada. Ni cofres ni nada.  

Juro que es viejo. Yo era chiquita cuando lo usaba como adorno en las casas que imaginaba con sábanas, un tendedero y sillas de plástico. A los seis años nunca iba a saber que hoy ese objeto sería especial por esto, porque sigue acá y porque sigue igual. Las marcas no impidieron lo que continúa transmitiendo, aunque ahora, tal vez, con un aire de nostalgia: toda una infancia... 

Y la infancia es magnífica porque nos hace creer que todo es posible. Error, me disculpo, así fue la mía. Pero es la misma que desearía que tengan todos los niños del mundo. Una infancia llena de cofrecitos ocres que permitan escribir una noche antes de recibir un resultado importante, que genere ansiedad y tantos nervios. Escribir para calmar todo eso.

Ahora los temores un poco se fueron. Tal vez sea porque recordé a la nena de seis años, a la que no le preocuparía tanto un simple papel guardado en un cajón extraño, de un cuarto oscuro. Porque a ella nunca le gustó mucho la oscuridad. 

Ella prendería, entonces, la luz, para dibujar detrás. Y si algo fuera a salir mal, pediría otra hoja y nada más. Sin embargo, ella nunca comienza algo pensando en lo peor. Ningún niño lo hace, esa es cosa de adultos.

Ella piensa, por ejemplo, en los cofrecitos que las princesas usan para guardar pociones mágicas que convierten un sapo en príncipe. Pociones que todo lo pueden...

y que al final siempre se obtienen.



01:57 am

No hay comentarios: