(...)
Hacia el final de nuestra anteúltima entrevista, ocurre algo que es digno
de interés. M. le dice a la psicóloga social del hogar “Hay quilombo con ella”, refiriéndose a mí. Al preguntarle por qué,
afirma “Porque vos decís que venís y
después no venís una mierda”. Es algo que se repetía.
Encuentros anteriores a ese habían
terminado con frases similares: “Me decís
que venís y no venís un sorete”. Es por eso que, desde mi lugar, había
comenzado a pensar qué sucedía. Yo asistía al hogar, como el primer día,
respetando nuestro encuadre. En las ocasiones puntuales en las que, por
imprevistos, no podía ir, siempre se lo anticipaba. No había problema alguno.
Es así que empecé a pensar sobre el hecho de que, tal vez, alguien antes de mí no fue. Alguien que dijo que iba a ir y
no fue.
“Mi mujer
es una hija de puta que mientras yo estaba internado se cogía a otro”, “Me dejó
tirado en un hospital, ella me dijo ‘si vos caminas, o si quedas en silla de
ruedas, yo voy a estar con vos’, ¿y vos la ves? Yo no la veo. A mí me cagas y
te puedo dejar pasar una, dos, pero a la tercera te mando a la concha que te
parió”. Era más claro de
lo que parecía. Me lo había contado en la primera y en la séptima entrevista. Alguien
de las características que ahora me transfería era la mamá de Natalia, su mujer
de Chaco. Fue ella quien, hace años, le había dicho que iba a estar y no
estaba. Fue ella quién lo engañó.
Sin embargo, tenía que haber alguien más.
Él lo dijo: “Te puedo dejar pasar una, dos, pero a la tercera
te mando a la concha que te parió”. Si yo era la tercera, su mujer de Chaco
ocupaba otro de los lugares, quedaba uno libre.
“Yo me
enteré que cuando mi vieja estaba enferma mi viejo estaba con una vecina”, dijo en el encuentro número doce. Y así parece
completarse el lugar faltante. Su padre engañó a la mujer que M. más quiso, a
su madre, de la misma forma que luego fue engañado él. Podemos pensar que M.
fue abandonado, tras el accidente de su pierna, de igual manera que su madre,
por su padre, durante su enfermedad.
De aquí se derivaría la insistencia del
reproche que, como pudimos ver, no iba dirigido a mi pero estaba fundado en otras ausencias significativas. Me pareció importante recordarle a M.,
entonces, que nos quedaban pocos encuentros. Se trataba de una cuestión ética.
Por estar puesta yo en el lugar de mujer y haber despertado todas estas cosas,
concomitantes a la posición, era necesario introducir un quiebre en la regla
que parecía operar para él.
En esa anteúltima entrevista le aclaro que
yo iba al hogar, a verlo los días
acordados, y que nos quedaban pocos encuentros. Al preguntarme por qué,
respondo diciéndole que yo le había dicho, a comienzos del año, que solo iba a ir hasta
noviembre. Le pregunto si lo recuerda y me responde con algo que no considero una
pregunta sino, más bien, una afirmación:
“Pero ustedes vienen todo noviembre”. “No, M. Yo vengo solo un par de días en
noviembre, y ya no vengo más”,
fue lo que le dije.
En el campo del psicoanálisis nunca
podemos estar seguros de las consecuencias que tienen nuestras palabras en el
paciente. Sin embargo, creo que el hecho de haberme posicionado de manera
diferente introdujo un corte en aquello que M. esperaba. Fue necesario decirle
con firmeza y sin reparos que, luego de unos días, no iba a volver al hogar. No
fue la misma postura que tuvo su mujer, que prometió lo que no cumplió y lo
engañó; al igual que su padre, que abandonó a su madre en una situación
similar. Yo estaba ahí para jugar un nuevo papel que, pienso, tuvo sus efectos.
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