Prendíamos la televisión con la excusa de informarnos sobre lo que ocurría durante el día, y resulta que coincidía con el momento en que todos estábamos sentados en la mesa. Coincidía con ese instante, con el único en que coincidíamos nosotros. Sino no nos veíamos, no estábamos. Cada uno era un mundo distinto en la propia rutina. Pero todos los días prendíamos la tele, porque todos los días nos sentábamos en la mesa. Y ese era un momento especial. Cada uno rompía su propia burbuja y se ponía un freno para mirar a la cara al otro, para compartir un poco. Para respirar un clima familiar. 
Éramos felices. De lo que no nos dábamos cuenta era de que, muchas veces, algo tan estúpido como los medios de "información", mediatizados por la televisión, nos robaban ese instante, no plenamente valorado, que pasaba a ser no tan nuestro. Sino de ellos. 

Y hoy seguimos prendiendo la televisión, y seguimos compartiendo los almuerzos, pero ya no tan ingenuos. Ya no la encendemos para enterarnos de lo que pasa afuera. La prendemos para no tener que hablar de lo que pasa por adentro. Y ya no somos tan felices.


Las cosas nunca están tan mal. 
Hasta que pasan a estar peor.

No hay comentarios: